domingo, 25 de abril de 2021

“Barrabás” o el misterio de la condición humana. Par Lagerkvist.



En épocas algo más nacional-católicas que la actual, era tradición en TVE poner durante Semana Santa una serie de películas de reconocida devoción religiosa. Junto a las procesiones y misas de rigor, la concesión al divertimento en esas fechas de pasión llegaba con Quo Vadis, Ben Hur o Los diez mandamientos. Con el paso del tiempo algo se abrió la mano pero, al menos que yo sepa, a nuestra TV, siempre respetuosa con la sensibilidad de quienes practican la religión mayoritaria, no se le habría ocurrido introducir para fomentar los valores cristianos una película como La vida de Brian. Ahora bien, si nos ponemos serios tampoco Espartaco parece la opción más adecuada y, sin embargo,  se ha convertido en un título imprescindible, a pesar de que el guión es de un comunista -Dalton Trumbo- y se basa en la novela de otro comunista -Howard Fast-.

Hay una tercera película que siempre me ha parecido demasiado ambigua como para exaltar los sentimientos religiosos en fechas tan piadosas. Y eso que su protagonista acaba en la cruz, incluso aparentemente convertido a la verdadera fe. Se trata de Barrabás, protagonizada por Anthony Quinn y basada en una novela del premio Nobel sueco Par Lagervist. Hay cierta relación entre Espartaco y Barrabás, y no solo en la crucifixión final. Ambas parecen descuidar el trasfondo y la descripción historicista para centrarse en lo que de verdad les interesa, la emancipación social en la obra de Fast y el problema existencial en la de Lagerkvist. 

Barrabás es una novela corta, poco más de cien páginas, muy bien escrita, con menos episodios espectaculares que la película y con el problema de la culpa y la inquietud religiosa como idea motriz. No hay que asustarse porque no es una plúmbea reflexión teológica. Para empezar me parece una genialidad plantearse qué pudo ser del tipo que salvó el pellejo a cambio del sacrificio de Dios, por mucho que el Sumo Hacedor lo tuviera todo planeado. Pero sobre todo, la inquietud de Barrabás es la del hombre contemporáneo, que parece estar siempre en un terreno movedizo y sin apenas certezas. Todo el trayecto vital de Barrabás es el de un escéptico, muy apegado a lo material, que trata de escapar de la soledad intentando compartir una fe que no acaba de entender.

La novela se convirtió en una estupenda película de aventuras con trasfondo religioso. Hay los suficientes episodios interesantes como para contrastar la personalidad de ese hombre duro y escéptico con la santurronería cristiana, aunque ésta se presente en positivo frente a la crueldad de los romanos. De todas formas la espectacularidad hollywodiense no disimula una preocupación muy propia de la espiritualidad nórdica. El complejo de culpa que condena el goce terrenal, el silencio de Dios y el mundo interior atormentado nos hablan de un Barrabás más propio de Dreyer o Bergman que de una superproducción norteamericana. 

Diría que es fácil reconocerse en el individualismo de Barrabás y en el hecho de que la soledad puede acabar siendo insatisfactoria. Una vez ha burlado la muerte, a costa de sustituir a un personaje que muchos adoran, encuentra en los cristianos la posibilidad de mitigar su aislamiento y una razón para prolongar su existencia. No es nada aventurado pensar que, si el crucificado suscita tantas adhesiones, quien se salvó a su costa debe estar destinado a una misión importante. El problema es que Barrabás nunca llega a creérselo del todo y no logra comprender a los cristianos, tan ajenos a cualquier principio vital de los que constituyen su verdadera personalidad. 

Cuando la condena definitiva, de la que ha estado escapando casi sin quererlo, le alcanza por fin, la película nos muestra un personaje que parece haber entendido el mensaje cristiano. Sin embargo la novela es profundamente ambigua, la paz interior que se refleja en su rostro podría ser también la aceptación de que la vida es inútil y que solo nos queda entregarnos a la nada, a esas tinieblas a las que encomienda su alma.








martes, 21 de enero de 2020

"Michael Kohlhaas", la justicia imposible.

Entiendo que para quienes están ávidos de novedades literarias el interés por Heinrich Von Kleist, escritor relativamente oscuro a caballo entre la Ilustración y el romanticismo, pueda ser escaso. Reconozco también mi curiosidad, ajena al snobismo, por encontrar autores poco conocidos cuya calidad haya sobrevivido al paso del tiempo y, concretamente de Von Kleist, no podía tener mejores referencias. Kafka dejó varios comentarios sobre este autor, uno de los que más le interesaron siempre, mostrando sobre todo profunda admiración por una pequeña novela basada en un rebelde del siglo XVI.
Se trata de “Michael Kohlhaas” y no, no es una novela kafkiana, aunque es fácilmente entendible el interés de Kafka por una historia sobre la imposibilidad de lograr justicia, escrita además con lenguaje preciso, casi un pliego de cargos para un atestado. Si en la búsqueda de la justicia y el lenguaje ajeno al exceso encontramos los ecos de la Ilustración, todavía muy próxima a Kleist, la caída del héroe en un fanatismo demoniaco es puramente romántica. Pero no se engañen, la obra es de una enorme modernidad, tanto por el estilo literario como por los temas que plantea: La dignidad individual, la lucha contra la injusticia, o el fanatismo irracional al que estamos expuestos por defender nuestros principios hasta las últimas consecuencias. 
Kleist siempre estuvo en un segundo plano por la enorme dimensión de Goethe, es por eso que la figura de uno de los escritores más interesantes del romanticismo alemán quedó un tanto ensombrecida por el genio de Weimar. De no ser por un drama no demasiado representado como “Pentesilea” y las circunstancias de su muerte, que resultaron mucho más interesantes para sus contemporáneos que su propia obra, la figura de Kleist se habría difuminado entre los nombres casi anónimos del “sturm und drang”. Hablando de Goethe, a pesar del respeto inicial por Kleist, las reticencias que mostraba ante nuestro escritor eran muchas. Al Goethe que evolucionó desde el temperamento romántico a la luminosidad clásica le molestaban los planteamientos poco tranquilizadores sobre la justicia y la violencia que tan frecuentes son en la obra de Kleist. Sin ir más lejos, es evidente que Kleist tenía mucho de Kohlhaas, el mismo carácter obstinado e inflexible que desagradaba a Goethe. El autor de “Werther” rechazaba que la literatura hubiera de tratar los aspectos más desagradables de la naturaleza humana cuando podía dedicarse a la serenidad y la gracia. Y esto a Kleist, le interesaba más bien poco. 
También en la cuestión política encontramos sustanciales diferencias con Goethe, la importancia de un acontecimiento tan trascendental como la Revolución Francesa legitima en cierto modo el intento por rastrear su influencia en “Michael Kolhaas”. Si tratamos de deducir una visión sobre los acontecimientos revolucionarios a partir de la novela, es evidente que Kleist considera justa la rebelión popular, pero entiende como un exceso inaceptable el desafuero jacobino que derivó en el Terror. De ahí que nos presente la rebelión de Kohlhaas como justificada, pero igualmente su ejecución final es necesaria para restaurar el orden que había sido dislocado. 
El personaje que resulta determinante para que Kolhaas abandone la lucha armada y acabe la violencia desatada a su paso es Lutero. Es posible que en la crónica original la función del líder reformador fuera la misma, pero es obvio que su intervención recuerda el papel que desarrolló durante la rebelión de Muntzer. Si en la obra de Kleist es decisivo para que los rebeldes se sometan, durante la famosa rebelión campesina Lutero promovió una terrible represión contra los insurrectos. El camino emancipador que abrió la reforma se cerró con el triunfo de los príncipes protestantes, que impusieron un vasallaje más implacable mientras Lutero justificaba teológicamente la nueva sumisión.
Más allá de todas las consideraciones políticas, la obra de Kleist plantea una cuestión moral que nos sigue afectando directamente. Kolhaas es presentado como un personaje con características excepcionales, en cierto modo tiene una dimensión similar a la de un héroe mítico. Y como los protagonistas de la poesía épica acaba cayendo en la desmesura, en ese orgullo desmedido que los griegos llamaban hybris y que deriva de su incapacidad para entender los límites de la justicia. No hay duda de que Kleist, pese al carácter objetivo de su relato, expone la causa de esta especie de ángel exterminador como justa, e incluso resalta la satisfacción personal del rebelde por ser el único honesto y digno frente a la infamia que le rodea. Sin embargo, al quedar roto el equilibrio con el pueblo por la arbitrariedad de los poderosos, Kohlhaas desencadena una violencia de terribles consecuencias. Kleist sitúa al lector ante la tesitura de aceptar o no la total impunidad del rebelde en su lucha por la reparación. El conflicto ha alcanzado a inocentes, la legitimidad de origen ha quedado transformada en locura homicida que solo puede concluir, para cualquiera con buen sentido, con la condena de Kohlhaas. El castigo tranquilizará finalmente a quienes temen cualquier perturbación del orden por parte de los de abajo pero conviene no olvidar el aviso. Cuando una sociedad se acomoda a la injusticia corre el riesgo de que alguien, una persona, un grupo, todo un colectivo, decida no consentirlo y no limite los medios para derrocar a los culpables. 


sábado, 13 de julio de 2019

Stefan Zweig

1. AMÉRICO VESPUCIO: Relato de un error histórico.

No descubro nada si digo que Zweig es un narrador magnífico. Tal vez no sea muy riguroso a la hora de realizar interpretaciones históricas pero ¿No es más interesante el Cicerón convertido en baluarte de la democracia frente a la tiranía que el oligarca con un obsesivo odio de clase contra los "popularis"? ¿No tiene mucha más grandeza el Erasmo imaginado por Zweig, el hombre que busca el entendimiento entre las naciones, que el irónico y desocupado autor del “Elogio de la locura”? En el ensayo sobre Américo Vespucio, que se lee casi como una novela, trata de descubrir la verdad sobre el personaje que arrebató la gloria a Colón para dar nombre al Nuevo Mundo. Vespucio no fue ni un falsario ni un gran navegante, simplemente fue el primero que reconoció en sus breves -y dudosos- escritos que las tierras recién descubiertas eran un continente distinto a Asia. A partir de aquí, una serie de errores y casualidades encumbraron al florentino hasta la gloria y, dice Zweig, no es del todo injusto. Al fin y al cabo se habla de América como la tierra de la democracia y de las oportunidades, nadie mejor que un hombre común, no un rey ni un emperador sino el miembro del grupo de los aventureros anónimos, para darle nombre.
2. CARTA DE UNA DESCONOCIDA. 

Hay pocos autores tan delicados y profundos en la descripción de la psicología humana como Zweig. Lo que en otro hubiera sido un exceso romántico difícilmente digerible se convierte en Zweig en un sutil análisis del incondicional amor que siente una mujer por un hombre para el que esa aventura apenas fue un episodio ya olvidado. En todo caso, el autor no cae en la tentación de juzgar o condenar actitudes, nos describe un personaje despreocupado e inconsciente y hace también que nos preguntemos por las razones de la mujer para persistir en un amor que permanece inalterable con el paso de los años. Max Ophuls realizó la que tal vez fuera su obra maestra a partir del relato de Zweig; exquisito también, aunque mucho más ubicado en el drama romántico que su soporte literario. En el prólogo y  en el epílogo de la película, Ophuls concede una notable dimensión trágica al personaje masculino, mostrándonos los efectos que provocará la carta en un individuo que iba a continuar degradándose en su frivolidad y desinterés. 
3. EL MIEDO.

Tal vez sean más conocidas “Veinticuatro horas en la vida de una mujer” y “Carta de una desconocida” pero “El miedo” es, de toda la producción de Zweig, la obra más desgarradora y angustiosa. Nos cuenta la historia de una agonía, la que sufre una dama de la burguesía acomodada cuando es extorsionada por el adulterio en el que ha sido descubierta. El texto permite comprobar, por un lado, la penetrante capacidad de Zweig para describir el padecimiento de la mujer llevado a sus últimos extremos. El aburrimiento que le provoca una vida sin alicientes derivará en una aventura con la que busca salir de lo predecible, sentir la emoción de lo que escapa al orden. Hasta que la posibilidad de perder todo aquello que le proporciona el equilibrio acaba provocándole un miedo atroz, que además considera -en su irresponsabilidad- totalmente injusto. Por otro lado es, al tiempo, una crítica poco disimulada a la mentalidad burguesa que contrasta con el carácter bohemio del amante y con la chantajista desesperada que procede de las clases marginadas. La hipocresía es el concepto que nos proporciona la clave de la mentalidad burguesa y su incapacidad para asumir el compromiso de una vida basada en la autenticidad. Sin hipocresía es imposible construir una sociedad basada en el privilegio.
4. NOVELA DE AJEDREZ 

Novela de ajedrez es el último relato que publicó Zweig muy poco antes de su muerte. Tiene un tono parecido al de "El mundo de ayer", las memorias que debía estar escribiendo casi a la par y en las que se aprecia la misma inquietud por una civilización y una cultura amenazadas por el nazismo. Zweig escribe de manera precisa, sin las complejidades de estilo que caracterizaban a algunos de sus contemporáneos pero con una penetración y calidad literaria que pocos igualan. El duelo entre el campeón, un auténtico palurdo sin más valor que su talento natural para el ajedrez, y un extraño personaje de pasado misterioso, es estupendo. Seguramente es de las primeras novelas que hacen referencia a los campos de concentración, aunque es curioso que para Zweig resultaba mucho más terrible la tortura de no poder leer un libro, encerrado en una habitación -todavía no se conocía la auténtica realidad del Lager-, que las penalidades de los campos de trabajo.
5. CASTELLIO CONTRA CALVINO: Conciencia contra violencia.

“Quien no comparte de lleno y espontáneamente lo humano, se comportará siempre de forma inhumana contra los hombres”.

El extraordinario ensayo sobre la controversia entre Castellio y Calvino se constituye en uno de los más firmes y contundentes alegatos contra el totalitarismo que se hayan escrito.  Bajo la apariencia de una requisitoria contra Calvino, en realidad Zweig nos habla de él mismo y de su tiempo, de las consecuencias de la intolerancia y de la imposición de una dictadura del pensamiento que somete bajo el terror a toda la ciudadanía. Esto no quiere decir que no incluya una acertadísima caracterización del rigorismo calvinista, pero en la descripción de una sociedad controlada por un iluminado, al que sigue una población ansiosa de orden y temerosa del caos, hemos de reconocer necesariamente a Hitler. Frente a la tiranía surge la admirable figura de Castellio, el hombre de conciencia, el representante eterno de la libertad que siempre acaba apareciendo incluso en los momentos más graves y tenebrosos. Gracias a Castellio, y a aquellos que supieron defender la dignidad humana frente a la intransigencia y el fanatismo, el mundo no perdió la creatividad, la alegría y todos aquellos valores por los que todavía merece la pena vivir. 


viernes, 31 de agosto de 2018

“Defensa cerrada”: Jaritos, un hombre corriente.

Desde los grandes clásicos de la novela negra norteamericana, cuyo compromiso social marcó profundas diferencias con la novela policíaca anterior, el género ha ido evolucionando hasta adquirir un extraordinario auge en la actualidad. Las claves de su éxito, tal y como dice el propio Markaris, están en la posibilidad de realizar una auténtica radiografía social a partir de una trama criminal, lo que resulta perfectamente normal dado el nivel de desquiciamiento y desestructuración que trajo el “triunfo de la libertad y la democracia” tras la caída del muro de Berlín. Una generación magnífica de autores ha utilizado los marcos del género para renovarlo y otorgarle características peculiares según el ámbito geográfico en el que se desarrolla. Todos hablan de sociedades en una situación de crisis que se manifiesta de formas diferentes, aunque mantengan las características básicas: Sólida estructura argumental, la creación de tipos reconocibles y personalísimos y un ritmo creciente que atrapa al lector. 
Markaris se sitúa al frente de la novela negra griega y representa, junto a Vazquez Montalbán y Camilleri, la versión mediterránea del género. Si exceptuamos a Sciascia, cuyas historias centradas en la mafia y profundamente críticas influirán especialmente en Markaris, son autores a los que une una mezcla de humor, violencia, compasión y también desesperanza escéptica ante las posibles soluciones para recuperar una sociedad abatida y devorada por la crisis. También los une el gusto por la comida, muy propio de territorios del sur, y para lo que Markaris tiene su propia explicación: “En la Europa del sur la emancipación femenina vino mucho más tarde que en la Europa central o del norte. Fue malo para las mujeres, pero bueno para la cocina. En el norte, donde la liberación femenina vino mucho más temprano, fue bueno para las mujeres pero malo para la cocina.”
A partir de estos elementos comunes, Markaris logra que la serie del comisario Jaritos tenga sus peculiaridades propias. El protagonista es un tipo normal, un policía de mediana edad no especialmente astuto, tampoco es un duro del estilo del noir norteamericano. Su mujer parece la típica griega de costumbres tradicionales y un poco pesada; Jaritos se comporta con su hija como un pequeño burgués protector y celoso; no es sino un ciudadano de clase media, solo que tan honesto que desentona en un país en el que la corrupción parece anegar toda la vida pública. Precisamente esa es la idea, la magnífica manera de trabar la vida familiar del policía con las circunstancias de un país en  crisis otorgan una gran sensación de verosimilitud al personaje. De este modo Jaritos se convierte en el mejor instrumento para denunciar las miserias de la sociedad griega, pero también es el individuo, perfectamente reconocible y cotidiano, que pone algo de orden en una sociedad desestructurada.
“Defensa cerrada” es la segunda novela de la serie, anterior a la famosa trilogía de la crisis y con un componente político menos evidente, lo que no significa que no exista el retrato incisivo de la sociedad y sus corruptelas a pequeña y gran escala. La trama es muy hábil, a pesar de ciertos recursos que a los ávidos lectores de novela negra les pueden parecer un tanto fáciles. La investigación criminal, el Macguffin de Markaris para poder plantearse preguntas relevantes sobre su país y sus compatriotas, nos lleva primero al convencimiento de que la trama va a ser imposible de resolver porque están implicadas las más altas esferas, un nido de corrupción ante el que nada va a poder hacer un simple y honrado teniente de policía. Y cuando te convences de que la impunidad de políticos corruptos y poderes económicos que expolian al país está a salvo, resulta que la resolución del caso pasaba por cuestiones mucho más simples, por algo tan propio de una novela de Raymond Chandler como una venganza en medio de las turbias relaciones en una familia de clase alta, casi un golpe palaciego. Por cierto, el pobre Jaritos se pasa la novela con problemas del corazón y tomándose pastillas tranquilizantes, problemas físicos que no hará sino agravar al final de la novela por esa maldita honestidad suya al estilo Marlowe.
No sé por qué, antes de leer a Markaris pensaba que sería uno de esos intelectuales que han ayudado al triunfo, un poquito fiasco también, de Syriza. Desde luego es un hombre de izquierdas, pero no, considera que la coalición presuntamente radical que gobierna Grecia está compuesta por una banda de incapaces que no han sabido comprender que la crisis se la buscaron los griegos solitos y que las primeras medidas de la Troika -rechazadas en referendum- eran la única solución. Vamos, que a Markaris las propuestas rupturistas no le convencen en absoluto, en realidad es un viejo creyente en la socialdemocracia que se ha vuelto totalmente escéptico porque los viejos partidos progresistas ya no tienen respuestas. Es una extraña contradicción, quienes siempre confiaron en los mecanismos de regulación del sistema se han visto desbordados por el avance del neoliberalismo pero, al mismo tiempo, permanecen atenazados por el miedo a una ruptura que se contempla como un salto al vacío. Siguen pensando que se puede embridar el sistema -digámoslo así-, que es posible recuperar el pacto social entre capitalismo y clase obrera que funcionó razonablemente bien hasta la llegada de Thatcher y Reagan. Entiendo su escepticismo, Markaris anda ya en una edad provecta y seguramente sospecha que el oscuro cuadro de Grecia que nos presenta tiene cuerda para rato. 

miércoles, 15 de agosto de 2018

Doctor Jekyll: La moral del esclavo.

Durante mucho tiempo cometí un error lamentable, descartar la lectura de una obra como “La isla del tesoro” porque las aventuras de Jim Hawkins y John Silver el Largo me las conocía al dedillo en los formatos más diversos. Menos en aquel con el que debía haber empezado, la propia novela. Es un caso diferente al del Doctor Jekyll, porque si “La isla del tesoro” podía imaginármela como un relato juvenil sin mayor relevancia, el caso del doctor y su doble tenía resonancias a novela gótica un poco siniestra. Un auténtico arquetipo literario del que pretendía conocer todos sus secretos sin necesidad de recurrir al original de Stevenson. 
De haber seguido manteniendo esos prejuicios bastante torpes me hubiera perdido dos obras extraordinarias, los relatos de un escritor con “encanto”. La verdad es que Savater, que es quien utilizó este calificativo, no acaba de definir lo que significa el “encanto” en literatura, pero tal vez sea eso, indefinible. O algo que escapa a lo que consideramos maestría en el uso del lenguaje, o tal vez un “estilo” reconocible, una inspiración extraña y particularísima que hace especialmente gozosa la lectura de cualquiera de sus obras.
Hablando de Savater, con ocasión del renovado interés por la obra de Stevenson que se produjo en los años ochenta, se planteó una discusión bastante interesante en la que Savater asumió la defensa de un determinado tipo de literatura que representaría Stevenson. Lo que para unos era el ejemplo de narrativa limpia, que conecta con el lector por su sentido de la aventura y por un componente ético que sus libros más “juveniles” no dejaban traslucir, era para otros un autor menor cuyos seguidores pretendían frenar el desarrollo de una literatura más experimental y arriesgada. La discusión me parece estéril porque, afortunadamente, defender a Stevenson no significa que no pueda uno leer a Joyce, otra cosa es que tal vez el “Ulises” del maestro irlandés pueda provocarnos algún dolor de cabeza. 
Por cierto, uno de los detractores de Stevenson, Cabrera Infante, aducía que el Doctor Jekyll, la única obra que le parece valiosa de nuestro autor, fue escrita a partir de la lectura del “William Wilson” de Allan Poe. Sin embargo, el doble, el doppelganger tan recurrente en la literatura romántica, adquiere en Poe características diferentes. El personaje que aparece reiteradamente en la vida de William Wilson es algo así como la conciencia entendida en su sentido más positivo, la que intenta reconducir al disoluto y alejarlo de sus malas costumbres. Tal vez Stevenson tomó la idea del doble, pero buscando el aspecto más oscuro del subconsciente en una especie de análisis freudiano avant la lettre: Hyde es el inconsciente reprimido que pugna por salir y desborda la buena conciencia del Doctor Jekyll. Aquello que Freud llamaría el superyó es en la novela una insufrible y represiva sociedad victoriana que anula los instintos, la posibilidad de satisfacer determinados deseos que serían inaceptables según las reglas morales imperantes. Por eso existe una dualidad de caracteres que se transforma en lucha desesperada entre el bien y el mal. 
La novela consiste en las investigaciones de un tal Utteson, personaje que sirve de hilo conductor de la historia, en su intento por desvelar la verdadera identidad de Hyde. Es Hyde un individuo que provoca una sensación de extraño desagrado y que parece ejercer una malévola influencia sobre un antiguo amigo de Utteson, el doctor Jekyll. A partir de las declaraciones de varios testigos se va desvelando la naturaleza criminal de Hyde pero Stevenson reservaba una sorpresa terrible a sus lectores, Hyde y Jekyll son en realidad la misma persona. El carácter desdoblado del doctor, en una suerte de esquizofrenia con efectos físicos, consiste en una naturaleza perversa y de instintos desbordados y otra sometida a las normas morales victorianas. El odio y el horror creciente de Jekyll por su temperamento diabólico le llevará a acabar con su vida.
Pero ¿Realmente odia Jekyll al señor Hyde? La necesidad acuciante de reprimir los instintos lleva a Jekyll a buscar privadamente la satisfacción de sus deseos, seguramente muy cuestionables e inaceptables en una sociedad tan puritana. Como los héroes románticos, Jekyll está acosado por su personalidad lasciva y reprimido por su personalidad amable, son dos almas ligadas que luchan por separarse. El error de Jekyll, que seguramente es el lastre del propio Stevenson, es la incapacidad para superar la culpa y para fundamentar con ese triunfo de los instintos aquella moral aristocrática de la que hablaba Nietzsche. Ciertamente Hyde es presentado como un asesino amoral cuyos deseos son tan oscuros que Stevenson ni siquiera se permite desvelarlos, pero es evidente que sus actos tienen consecuencias muy perturbadoras para el orden social victoriano. No estamos hablando de un reformador social por supuesto, se trata de la tragedia del héroe romántico cuyos anhelos desbordan la conformidad social e incluso su propia naturaleza. Deberá someterse a la moral de los esclavos, aunque su verdadera personalidad reclame una moral de señores. 


martes, 8 de mayo de 2018

"LA DETONACIÓN": El artista frente al poder.

A pesar del triunfo de lo que se vino en llamar la “cultura del consenso”, durante el final del franquismo y en esos años en los que se decidía un supuesto futuro de libertades y democracia, hubo intelectuales y artistas que se plantearon la necesidad de criticar los valores dominantes y desenmascarar, aunque fuera entre líneas, los resortes del poder. En la evocación de la figura de Larra, que le sirve a Buero para plantear su propia visión sobre nuestro “modélico” acceso a la democracia, se pueden observar elementos comunes con la pintura del Equipo Crónica, testimonio también de la situación política a través de una búsqueda de referentes en el pasado. En “La detonación” son varias las alusiones al fusilamiento de Torrijos y sus compañeros, el tema que utilizaron Solbes y Valdés para aludir de manera nada críptica a las últimas ejecuciones del franquismo. La crítica de Buero, ya en plena Transición, se dirige con bastante pesimismo a los nuevos detentadores del poder y a lo que empezaba a ser una evidencia conforme se configuraba el nuevo régimen: Pese a la apariencia democrática de los que derribaron al absolutismo, el poder sigue persiguiendo a los discrepantes y acepta con dificultad la oposición. Es muy significativo que Espronceda, el único personaje de la obra que se muestra sin la careta que oculta la verdadera personalidad, haga un discurso que hubiera firmado Lampedusa en El gatopardo. Sí, las cosas han cambiado, pero solo en apariencia y para que los poderosos sigan mandando adaptándose a los nuevos tiempos. 
Buero nos viene a decir que el poder es siempre el mismo, evidentemente es mejor una democracia que una dictadura, pero la libertad del escritor seguirá en entredicho. Y esa precisamente es la cuestión que centra la obra, la responsabildad del intelectual ante el poder. Durante el sistema absolutista Larra se encuentra en una tesitura complicada, la misma en la que estaban los intelectuales comprometidos con la causa de la democracia durante el franquismo: ¿Qué y cómo se puede decir? ¿Es necesario hacer oír la voz o debe el intelectual callar mientras no sea absolutamente libre para expresarse? Sin duda hay una reflexión sobre la libertad del creador a través de la figura de Larra, pero no es solo eso. Descubrimos numerosos elementos autobiográficos y cierto ajuste de cuentas con enemigos del pasado que, a poco que repasemos la biografía de Buero, nos lleva a la figura de Alfonso Sastre. 
La polémica con Sastre está presente en la obra como elemento fundamental y, no cabe duda, reconocemos en el progresista Clemente Díaz un trasunto del enemigo de antaño. Buero fue acusado de “posibilista”, de adaptarse al sistema y en último término de justificarlo. Mientras, Sastre fue permanentemente prohibido al realizar un teatro imposible e inaceptable para la censura de la época. Siendo ambos antifascistas y defensores de la libertad, Buero Vallejo consideraba que era necesario estrenar para al menos poder decir algo, con lo que en cierto modo fue integrado por el sistema. Sastre, por su parte, que chocaba siempre contra la pared de la censura, quedaba liquidado en su silencio. En el fondo ambas posturas acababan siendo ineficaces, de ahí que Sastre considerara que la literatura timorata con el poder no tenía ninguna relevancia en la transformación política, cuestión que exigía otro tipo de lucha y de compromiso. La respuesta de Buero fue tan cruel como la acusación recibida: Sastre no publicaba escritos ni sus obras eran estrenadas porque su calidad como artista era muy discutible. Y no se quedó ahí, lanzó otra acusación provocadora que introduce en “La detonación”: Clemente Díaz-Sastre acabará convertido, también él, en censor del nuevo régimen con el gobierno Calatrava.
Para conseguir el efecto teatral adecuado al contenido, Buero elige una estructura y una escenografía muy particulares. El inicio es en realidad el punto conclusivo de la historia, la detonación es el disparo con el que Larra pone fin a su vida. A partir de aquí se desarrolla un amplio flash back, la acumulación un tanto delirante de recuerdos que configuran las razones que llevan al suicidio del protagonista. Siempre se ha dicho que la vida pasa por delante en pocos segundos cuando alguien está a punto de morir, de modo que Buero incluye varios escenarios que se suceden y que hacen imprescindible asistir a la representación teatral. La simple lectura de la obra apenas puede dar imagen de la complejidad escenográfica y del efecto que en la mente alterada del suicida producen los acontecimientos. 
Con el suicidio y un fundido en negro finaliza la obra. El personaje que dibuja Buero no es exactamente el héroe romántico exaltado que se presta a la ironía brutal del famoso cuadro de Alenza, con ese individuo ridículamente patético a punto de despeñarse. Podemos hablar de aquella eterna insatisfacción del artista romántico, incapaz de soportar una vida que siempre acaba ofreciendo mucho menos de lo que uno aspira. Hay sin embargo una relación más concreta entre el malévolo sarcasmo de Alenza y “La detonación”: Parece que el pintor se inspiró en algunos escritos de Mesonero Romanos para elaborar esos dos óleos sobre el desesperado arrebato romántico, precisamente uno de los personajes con un papel más importante en el drama, no por sus ansias suicidas sino por su capacidad para evitar el peligroso compromiso político. El prudente escritor costumbrista había comprendido, bastante antes que Larra, la auténtica naturaleza del poder. Dolores, la amante de Larra, que será un factor determinante en el suicidio del protagonista, le dice como despedida una frase demoledora, “La vida no es otra cosa ni puede serlo más que lo que hay en una sociedad mentirosa”. Creo que esa es la conclusión a la que llegó el propio Buero: Para el escritor no hay tregua posible,  tal vez porque ya se había dado cuenta de que el cambio político iba a significar una nueva derrota. 


martes, 1 de mayo de 2018

“Cuento de Navidad”: Muchas gracias, Mr Scrooge.

Aunque al final acabe descubriendo que es un tipo bondadoso, que reparte regalos y felicitaciones entre sus anteriormente maltratados siervos y conocidos, simpatizo mucho más con Mr. Scrooge, un viejo cascarrabias amargado y egoísta, que con los buenos sentimientos que nos mete en vena la televisión a través de la lotería de Navidad y el tamborilero de Raphael. Me pasa lo mismo con otro imprescindible navideño, “Qué bello es vivir”: No dejo de detestar al personaje de James Stewart hasta que se le va esa cara de pánfilo, cuando se da cuenta de que todo es una mierda y que él no ha sido hasta ahora más que un pobre imbécil. Como Scrooge, también acabará autoengañándose gracias al ángel. Y no es casualidad la semejanza, Capra elaboró una hábil y poco disimulada adaptación del clásico de Dickens. 

No es por ponerme en plan aguafiestas o irreverente, pero cualquiera que haya sentido el agobio físico de esas calles atestadas de consumidores voraces o el agobio moral de la felicidad por decreto, tiene que sentir aunque sea una pequeña empatía con la falta de sociabilidad de Scrooge. Confieso sin embargo que no rechazo la Navidad, incluso me produce esa agradable tranquilidad del periodo de descanso en el que parece que la existencia se hace más relajada y feliz. También debo reconocer que no puedo evitar el alivio por la redención, en definitiva es la esperanza de que la solidaridad y no el egoísmo será nuestra salvación final.

Sin duda existe el mensaje esperanzador, pero en el origen de la novela hay indignación. El personaje creado por Dickens es un viejo usurero al que se la trae al pairo la situación en la que deja a sus explotados, entra por derecho en esa galería de malvados empresarios que se aprovechaban sin piedad de los trabajadores británicos en los albores de la Revolución industrial. Dickens no era un radical que pretendiera cambiar la estructura social, es evidente que hay bastante de voluntarismo en su obra, pero representa algo así como la mala conciencia de la sociedad victoriana y fue un infatigable defensor de los pobres y desfavorecidos. Cuando en 1843 el gobierno británico publicó un informe sobre las lamentables condiciones del trabajo infantil, Dickens se propuso publicar un panfleto denunciando una vez más la injusticia, hasta que cambió de parecer y concibió un relato que “tendría veinte veces más fuerza que cualquier panfleto”. 

Eligió para ello un género que le venía fascinando desde siempre, los cuentos de fantasmas, los relatos de fenómenos misteriosos que provocan nuestros miedos más profundos. Las historias siniestras que le contaba su niñera durante la infancia y la todavía más siniestra realidad social de los bajos fondos londinenses le inclinaban hacia el relato gótico, de modo que elaboró su historia de fantasmas más genial, la que combinaba el elemento macabro con una buena lección contra desalmados y aprovechados. De todas formas, no nos engañemos, no es solo una crítica contra la clase empresarial, al fin y al cabo todos necesitamos que algún viejo fantasma nos recuerde que nuestras pequeñas vanidades no merecen la atención que habitualmente les deparamos. 

El hallazgo literario de Dickens es tan poderoso que ha ejercido una enorme influencia en otras creaciones literarias y cinematográficas, por ejemplo en el clásico de Capra del que hablaba al principio, aunque se tome bastantes licencias. Mi preferido entre esta progenie es sin duda una de las obras maestras de Tolstoi, La muerte de Ivan Ilich, una versión que prescinde del elemento fantástico para centrarse en una certeza terrible que va asumiendo el protagonista: Ha malgastado su vida y apenas tiene posibilidad de redención. En este caso, la conciencia de una vida superficial y vacía le lleva a encontrar en la muerte la forma de liberar a su familia de quien ya es una molestia y al mismo Ivan Ilich de su existencia absurda. 

Y la otra gran obra que quería destacar, a la vez deudora de Tolstoi, es una película:  Ikiru (Vivir), del gran Akira Kurosawa. También habla del tiempo desperdiciado y de una situación límite que apenas deja margen para solucionar el error de toda una vida. El señor Watanabe, un viejo funcionario de la administración, se entera de que tiene un cáncer terminal y que apenas le queda un año de vida. En este caso los fantasmas de Dickens son los diferentes personajes que se va encontrando Watanabe en su búsqueda por encontrar  un sentido a sus últimos meses de vida. Como Scrooge, cambiará su forma de vivir tras las experiencias de una noche agitada y se dedicará a trabajar para la comunidad que había olvidado -como todo su departamento en realidad, una especie de acabado ejemplo del “vuelva usted mañana”-. Nos enteraremos en su funeral del constante esfuerzo de Watanabe, desde aquel día, para lograr que el ayuntamiento construya un parque cuyas obras se eternizaban por cuestiones burocráticas. La película es hermosísima, como el cuento de Tolstoi y el relato de Dickens, que conviene leer sin pensar que conocemos el tema de memoria y que no vale la pena, pero aparte del innegable valor artístico todas ellas nos plantean un interesante dilema que conviene resolver antes de que sea tarde ¿Y si estamos dilapidando tristemente nuestros días? ¿Y si vivimos de actuaciones que van haciéndonos cada vez peores, hasta que, como Scrooge, nos hacemos conscientes de nuestra mezquindad?